Taxi
para las estrellas
Una
noche el taxista Compagnoni Peppino, de Milán, terminado su turno de
servicio, iba conduciendo despacito para llevar el coche al garaje,
abajo, por la zona de Porta Genova. No se sentía demasiado contento
porque había hecho pocas carreras y tuvo más de un cliente
caprichoso, incluyendo a una señora que lo había hecho esperar
cuarenta y ocho minutos fuera de una tienda; además el guardia le
había puesto una multa. Por eso, mientras iba a encerrar, miraba a
los transeúntes. Y en esto un señor le hace una señal.
—¡Taxi,
taxi!
—Entre,
señor —el Compagnoni Peppino frenó rápidamente—. Pero voy
hacia abajo, hacia Porta Genova, ¿le viene bien?
—Vaya
adonde quiera, pero deprisa.
—No,
mire, iremos donde usted quiera, no faltaría más. Siempre que no se
salga demasiado de mi camino.
—¡De
acuerdo! ¡Póngalo en marcha y siga siempre adelante!
—De
acuerdo, señor.
El
Compagnoni Peppino apretó el pedal del acelerador y adelante. Pero
mientras tanto observaba al pasajero por el espejo retrovisor. Qué
tipo: «Vaya donde quiera, siga siempre adelante...» La cara se le
veía poco, medio oculta por el cuello del abrigo y el ala del
sombrero. «Uuy —pensaba el Peppino—, ¿no será un ladrón? Voy
a fijarme en si nos persigue alguien...
No,
parece que no. Ni maleta ni bolsa. Sólo un paquetito. Vaya, ahora lo
abre. A ver lo que lleva dentro... ¿Qué puede ser eso? Casi parece
un trozo de chocolate. Exacto, chocolate azul, ¿de cuándo acá hay
chocolate azul? Pero él se lo come... Bueno, hay gustos para todo.
Ánimo Peppino, que ya casi hemos llegado... Eeh, digo, pero... pero,
¿qué es esto? ¿Qué pasa? Eeh, ¿qué hace usted?, ¿qué está
tramando...?»
—No
se preocupe —respondió el pasajero con voz cortante—, siga
siempre adelante.
—¡Pero
qué adelante ni qué narices! ¡Por aquí no se va ni para delante
ni para atrás! ¿No se ha dado cuenta de que estamos volando?
¡Socorro...!
El
Compagnoni Peppino viró para no embestir las antenas de la
televisión en lo alto de un rascacielos. Luego siguió protestando:
—Pero,
¿qué es lo que se le ha metido en la cabeza? ¿Qué es este enredo?
—No
tenga miedo, no pasará nada.
—Sí,
claro, usted lo llama nada. Un taxi que vuela por el aire es algo que
pasa a cada momento... Pero mire, recarambola, estamos sobre la
catedral de Milán, si nos caemos nos ensartamos en una aguja y adiós
muy buenas. Pero, ¿puede saberse qué clase de broma es ésta?
—Debería
darse cuenta por sí mismo de que no es una broma —replicó el
pasajero—. Estamos volando, ¿y qué?
—Pero
como que ¡«qué»! ¡Mi taxi no es un misíl!
—Ahora
hágase a la idea de que es un taxi espacial.
—¡Cómo
que espacial! Además ni siquiera tengo permiso para pilotear. Hará
que me pongan una buena multa, ya lo verá. ¿Y quiere explicarme
cómo es que podemos volar?
—Es
sencillísimo. ¿Ve esta sustancia azul?
—La
he visto sí, también he visto que ha comido un trocito.
—Sí,
basta con tragar un pedacito para que funcione. Es un motor
antigravitacional que nos hará alcanzar la velocidad de la luz, más
un metro.
—Muy
bien, todo eso es muy interesante. Pero yo tengo que irme a casa,
estimado señor. Yo vivo en Porta Genova, no en la luna.
—No
estamos yendo a la luna.
—¿Ah,
no? ¿Y adónde vamos?
—Al
séptimo planeta de la estrella Aldebarán. Allí es donde vivo yo.
—Me
alegro mucho, pero yo vivo en la Tierra.
—Escuche,
voy a decirle de lo que se trata. Yo no soy un terrestre, soy un
aldebariano. Mire.
—¿Qué
es lo que tengo que mirar?
—Aquí,
¿ve el tercer ojo?
—Recarambola,
es verdad que tiene tres ojos.
—Míreme
las manos. ¿Cuántos dedos tengo?
—Uno,
dos, tres... seis... doce. ¿Doce dedos en cada mano?
—Doce.
¿Se ha convencido ya? He estado en una misión en la Tierra, para
ver cómo van las cosas entre vosotros, y ahora regreso a mi planeta
para informar.
—Magnífico,
es su obligación, cada uno en su casa. ¿Y yo? ¿Qué hago yo para
volver a casa?
—Le
daré un trocito de esto para masticarlo y estará en Milán en un
momento.
—¿Realmente
necesitaba tomar el taxi?
—Lo
hice porque quería viajar sentado. ¿Le basta? Mire, estamos
llegando.
—¿Esa
bola de ahí es su planeta?
Pero
«esa bola de ahí» se transformó en unos segundos en un globo
enorme hacia cuya superficie descendía a impresionante velocidad el
taxi del Compagnoni Peppino.
—Allí,
a la izquierda —ordenó el pasajero—, aterrizaremos en aquella
plaza.
—Menos
mal que usted ve una plaza, yo lo único que veo es un prado.
—En
mi planeta no hay prados.
—Entonces
será una plaza pintada de verde.
—Uhmm...
descienda un poco... descienda... así... ¡Por Aldebarán!
—¿Qué
le había dicho? ¡A ver si no es hierba! ¿Y quiénes son aquellos?
—¿De
quién está hablando?
—De
aquella especie de gallinas gigantes que se nos echan encima con el
arco y las flechas.
—¿Arco?
¿Flechas? ¿Gallinas gigantes? ¡En mi planeta no hay nada por el
estilo!
—¿Ah,
no? Entonces, ¿sabe lo que le digo?
—Cállese,
ya lo sé. Nos hemos equivocado de camino. Déjeme pensar un
momentito.
—Pues
piense rápido, porque esos tipos están llegando. ¡Ziiip!
¿Lo ha oído? ¡Era
una flecha! Vamos, señor Aldebariano, despierte, coma un pedacito de
chocolate azul, vamos a largarnos, levantar el campo, volar, porque
el Peppino Compagnoni quiere regresar a Milán con su piel sin
agujerear, ¿ha comprendido?
El
Aldebariano se apresuró a morder la misteriosa sustancia que el
Peppino Compagnoni llamaba chocolate azul.
—¡Trágueselo!
¡Trágueselo sin masticar; que acaba antes! —gritó el taxista.
El
taxi reemprendió el vuelo con el tiempo justo, pero una flecha
alcanzó a uno de los neumáticos de atrás que se desinfló con un
larguísimo ¡PIIIIIIIFF!
—¿Lo
ha oído? Se estropeó —exclamó el Compagnoni Peppino—, y puede
estar seguro de que ésta se la cobro.
—Pagaré,
pagaré —contestó el Aldebariano.
—¿Tomó
ahora la cantidad justa? ¿No nos encontraremos en algún otro
planeta salvaje?
Pero
con las prisas, el Aldebariano no pudo medir la dosis con exactitud.
El taxi del cosmos tuvo que estar un rato dando brincos de un lado a
otro de la Galaxia antes de acertar con el planeta del Aldebariano.
Pero cuando llegaron, era tan bonito y sus habitantes tan amables, y
su guiso de arroz azul (una especialidad de por allí) tan sabroso,
que el Compagnoni Peppino ya no sintió tanto anhelo por regresar a
Milán. Se quedó quince días, de maravilla en maravilla. Tomó nota
de todo y, una vez en la Tierra, publicó un libro, ilustrado con
doscientas fotografías, que se tradujo a noventa y siete idiomas y
le valió el Premio Nobel. Actualmente el Compagnoni Peppino es el
taxista-escritor-explorador más famoso del sistema solar.
—De
aquella especie de gallinas gigantes que se nos echan encima con el
arco y las flechas.
—¿Arco?
¿Flechas? ¿Gallinas gigantes? ¡En mi planeta no hay nada por el
estilo!
—¿Ah,
no? Entonces, ¿sabe lo que le digo?
—Cállese,
ya lo sé. Nos hemos equivocado de camino. Déjeme pensar un
momentito.
—Pues
piense rápido, porque esos tipos están llegando. ¡Ziiip!
¿Lo ha oído? ¡Era
una flecha! Vamos, señor Aldebariano, despierte, coma un pedacito de
chocolate azul, vamos a largarnos, levantar el campo, volar, porque
el Peppino Compagnoni quiere regresar a Milán con su piel sin
agujerear, ¿ha comprendido?
El
Aldebariano se apresuró a morder la misteriosa sustancia que el
Peppino Compagnoni llamaba chocolate azul.
—¡Trágueselo!
¡Trágueselo sin masticar; que acaba antes! —gritó el taxista.
El
taxi reemprendió el vuelo con el tiempo justo, pero una flecha
alcanzó a uno de los neumáticos de atrás que se desinfló con un
larguísimo ¡PIIIIIIIFF!
—¿Lo
ha oído? Se estropeó —exclamó el Compagnoni Peppino—, y puede
estar seguro de que ésta se la cobro.
—Pagaré,
pagaré —contestó el Aldebariano.
—¿Tomó
ahora la cantidad justa? ¿No nos encontraremos en algún otro
planeta salvaje?
Pero
con las prisas, el Aldebariano no pudo medir la dosis con exactitud.
El taxi del cosmos tuvo que estar un rato dando brincos de un lado a
otro de la Galaxia antes de acertar con el planeta del Aldebariano.
Pero cuando llegaron, era tan bonito y sus habitantes tan amables, y
su guiso de arroz azul (una especialidad de por allí) tan sabroso,
que el Compagnoni Peppino ya no sintió tanto anhelo por regresar a
Milán. Se quedó quince días, de maravilla en maravilla. Tomó nota
de todo y, una vez en la Tierra, publicó un libro, ilustrado con
doscientas fotografías, que se tradujo a noventa y siete idiomas y
le valió el Premio Nobel. Actualmente el Compagnoni Peppino es el
taxista-escritor-explorador más famoso del sistema solar.
—De
aquella especie de gallinas gigantes que se nos echan encima con el
arco y las flechas.
—¿Arco?
¿Flechas? ¿Gallinas gigantes? ¡En mi planeta no hay nada por el
estilo!
—¿Ah,
no? Entonces, ¿sabe lo que le digo?
—Cállese,
ya lo sé. Nos hemos equivocado de camino. Déjeme pensar un
momentito.
—Pues
piense rápido, porque esos tipos están llegando. ¡Ziiip!
¿Lo ha oído? ¡Era
una flecha! Vamos, señor Aldebariano, despierte, coma un pedacito de
chocolate azul, vamos a largarnos, levantar el campo, volar, porque
el Peppino Compagnoni quiere regresar a Milán con su piel sin
agujerear, ¿ha comprendido?
El
Aldebariano se apresuró a morder la misteriosa sustancia que el
Peppino Compagnoni llamaba chocolate azul.
—¡Trágueselo!
¡Trágueselo sin masticar; que acaba antes! —gritó el taxista.
El
taxi reemprendió el vuelo con el tiempo justo, pero una flecha
alcanzó a uno de los neumáticos de atrás que se desinfló con un
larguísimo ¡PIIIIIIIFF!
—¿Lo
ha oído? Se estropeó —exclamó el Compagnoni Peppino—, y puede
estar seguro de que ésta se la cobro.
—Pagaré,
pagaré —contestó el Aldebariano.
—¿Tomó
ahora la cantidad justa? ¿No nos encontraremos en algún otro
planeta salvaje?
Pero
con las prisas, el Aldebariano no pudo medir la dosis con exactitud.
El taxi del cosmos tuvo que estar un rato dando brincos de un lado a
otro de la Galaxia antes de acertar con el planeta del Aldebariano.
Pero cuando llegaron, era tan bonito y sus habitantes tan amables, y
su guiso de arroz azul (una especialidad de por allí) tan sabroso,
que el Compagnoni Peppino ya no sintió tanto anhelo por regresar a
Milán. Se quedó quince días, de maravilla en maravilla. Tomó nota
de todo y, una vez en la Tierra, publicó un libro, ilustrado con
doscientas fotografías, que se tradujo a noventa y siete idiomas y
le valió el Premio Nobel. Actualmente el Compagnoni Peppino es el
taxista-escritor-explorador más famoso del sistema solar.
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